"Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
se secan y mueren en
la perdida Carcosa."

miércoles, 7 de abril de 2010

Acelerado

Me muevo silencioso en la noche mientras las ramas acarician mi pelo y mi juicio se nubla por la emoción al liberarme como quien soy, el hambriento y veloz ahijado del plenilunio.

Subo a zancadas masticando en el vacío furiosamente, y los espumarajos se deslizan por la comisura de mis labios para caer al suelo de la roca a la que me aferro cuando aúllo a mi madre, mi amante, mi pálida Dueña Eterna, que me sonríe sin inmutarse.

El olfato precede a la visión. Llevaba rastreando el olor de las luces que ahora se perfilan en la ladera de la montaña desde hace horas, y con un impulso desciendo al galope en esa dirección. Hay momentos en los que mis garras permanecen al completo en el aire y por el rabillo del ojo un búho me observa atónito.

El bosque rezuma vida, desde las lombrices que aplasto retumbando en la tierra mojada hasta los murciélagos cuyo cobarde chillido llega a mí tras un viaje de hectáreas. El frío es un néctar revitalizante que baila con mi pelaje combándolo como si fuera un diminuto campo de maíz y me anima a seguir cada vez más adelante. Con cada paso la tierra resuena, y a cada “Dum-dum” que producen mis zarpas y mi corazón las luces de la ciudad se escapan poco a poco de la jaula que forman los troncos de los pinos. Y se acercan. Tras de mí la tierra crea una estela marrón y dispersa.

Ya tengo la lengua fuera ondeando como una cinta carnosa, mientras resoplo vendavales al notar como el olor me satura. Un olor en concreto se clava en mi nariz como un anzuelo, un anzuelo que tira de mi hacia uno de los pocos brillos. Probablemente sea de aquel gordo que siempre viene a comprar las perdices que Padre y yo vendemos. Pero no importa. Es sabroso, lo sé, y por ello no puedo (ni quiero) controlarme. Pensando en su carne babeo tanto que tengo que tragar para poder respirar en condiciones. Ese gordo ha de ser mío, me pertenece y me apresa. Tienequesermíotienequesermíoesmíoesmío. Corro con un sentimiento parecido al alocado enamoramiento de un adolescente hacia su ventana iluminada, de frente, por lo que puedo verlo sentado en la mesa, iluminado por la chimenea. Huelo otra persona, pero no la veo. Me acerco volando entre la maleza y no me detengo ante la ventana. Mejor hacer esto deprisa. Los cristales estallan a mi alrededor, deslizándose por el suelo cunado me estabilizo sobre mis patas ampliamente extendidas. Me muevo espasmódicamente para sacudirme de encima los restos de la ventana que pudieran haber quedado en mi pelambrera y al levantar la cabeza el gordo me observa mudo e inmóvil. Sonrío, enseñando mis colmillos, amarillos y húmedos. Soy más grande que él. Que él de pie.
No le da tiempo a gritar. Su nuez se desliza por mi garganta. Me coloco sobre el, sujetándolo con mis cuartos traseros y delanteros. El siguiente ataque va a la barriga, que se abre como si fuera una hoja seca. Un trozo de intestino se engancha en mi colmillo, y sacudo la cabeza de lado a lado desparramando sus tripas alrededor de su cuerpo a la manera de una cuerda grotesca. La sangre ya forma un charco de más de dos metros, y no han pasado ni veinte segundos. Sumerjo mi hocico en sus entrañas moviéndolo arriba y abajo por debajo de su costillar, que finalmente rompo de un fuerte bocado. Mientras sigo royendo el hueso y tiño mi cara de rojo en una euforia homicida que no puedo comparar con nada terrenal o divino que jamás haya conocido, me percato de la presencia bajo la puerta de una mujer con una cara que da la impresión de ser una máscara mortuoria. La euforia ha pasado. Sonrío otra vez y salto por la misma ventana por la que entré. Me sumerjo una vez más en la noche, una vez más bajo el amparo de mi pálido amor, que me mira con ternura.
¿Maldición? El que lo llamó maldición tenía que estar loco.

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