"Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
se secan y mueren en
la perdida Carcosa."

domingo, 31 de enero de 2010

Algunos lugares

Algunos lugares tienen la belleza de lo eterno y lo inmutable. Algunos lugares nos regalan la posibilidad de saber que vivimos ese momento en concreto, sumergidos en la arquitectura que algún Dios esforzándose por dejar su huella ha creado, apretando su dedo contra la tierra hasta tener la yema blanca. En cierto modo también he encontrado belleza en los desfiladeros de hormigón que se levantan imponentes en la ciudad por la que cada día circulamos, pero no es comparable al contacto directo con la eternidad.

Y digo eternidad porque es en estos lugares donde se halla la inmortalidad, en los animales que pueblan salvajes las tierras vírgenes. Una persona de hoy jamás podrá comportarse de manera semejante a la de un ciudadano de las polis griegas, o sin ir más lejos, a la de los chicos que desembarcaron en Normandía, ni siquiera aunque lo intente, pues el contexto ha dejado dentro de su ser un rastro imborrable.

Sin embargo, cuando en una playa perdida observas con curiosidad a un cangrejo, o a una gaviota oscilando con las corrientes frente al acantilado, sabes que sus vidas son en esencia réplicas de las de su padre, su abuelo, e iguales a las del cangrejo que caminaba tambaleándose por esta agua cuando la espada caía sobre el primero de los hugonotes en París. Hay que nadar hacia atrás millones de años para observar un cambio en su comportamiento y su entorno.

Mirar a los ojos a un animal libre es mirar a los ojos del tiempo.

jueves, 28 de enero de 2010

Amanece

Y me asomo al balcón y respiro mientras el frío azul del amanecer va deshaciendo el hechizo que mantiene a una ciudad en coma.

Hoy me doy cuenta. El hombre está preparado para dormir de noche, pero unos pocos preferimos, siempre que es posible, el romanticismo de hacerlo de día. Que los últimos momentos de consciencia que te lleves a la cama sean de una ciudad que se despereza y se prepara para afrontar el presente, no los somnolientos andares de una gran urbe, pensando en dejar de pensar.

Despedirse con un nacimiento, no con una muerte. Un hola, no un adiós. Dar la bienvenida a la vida que pronto pululará por las calles mientras sientes que has cumplido. Palmear las espaldas de los demás, alegre porque te das cuenta de que tienen horas por delante para vivir y escribir su destino.


Y el sol sale, y mi persiana se cierra. Sonrío.



martes, 26 de enero de 2010

Hipoxia

Preparo los taburetes, no muy altos.

Corrí por el jardín y de un salto me zambullí, aprovechando un momento en que no tenía que silenciar los gritos con los auriculares. Habían ido al dentista.

Anna entró previa invitación telefónica en mi pequeño reino translúcido, que era mío y solo mío ahora, escurriéndose entre la delgada capa que nos separaba del movimiento y de la cámara rápida. Aquí se podía pensar, caminando despacio. Éramos Neil Armstrong y Buzz Aldrin, besándose en una luna de azulejos hasta que Buzz Aldrin comenzó a manosear la entrepierna del bueno de Neil.

Arrastré a Anna hasta la pared, y follamos. Como locos, la mitad de nosotros dentro del agua y la otra mitad acercándose al cielo. Ella con los brazos en cruz, rozando su linda piel el borde seco de esa gran bañera (porque su tamaño no daba para un calificativo de más grandeza), yo enroscado en su cuello en un vaivén que deseaba que fuera eterno. Pero yo quería más. En un impulso salvaje, cerca del final de la cálida escalera por la que subíamos, clavé mis manos en sus caderas y me dejé caer de espaldas sumergiéndonos completamente mientras nos acercábamos de manera estertórea y gradual al rechinar de dientes, a la contorsión última que nos pilló ingrávidos.

Gritos que apenas se oyen, bancos de burbujas nadando desde la boca a la superficie, uñas que dibujan heridas que escuecen por el cloro.

parafilia.

1. f. Psicol. Desviación sexual.

Cierro la puerta con llave desde dentro. La dejo puesta

Íbamos a su apartamento. La mujer de su padre estaba de parto, por lo que teníamos varias horas. De camino nos encontramos con sus amigas, cuyo saludo fue un murmullo de risas al pasar por nuestro lado. Es evidente que no eran amigas al uso, pero aún así eran lo más parecido que tenía.

Entramos. Varios vinilos en el salón, copas y vinos en la cocina. Cuarto de baño con bañera en el dormitorio principal, cuarto de baño con ducha en el pasillo. Dormitorio principal con cerradura, dormitorio de las visitas con tabla de planchar, fregona y escoba en el armario. Vistas desde el dormitorio principal: mar. Vistas desde el dormitorio de las visitas: patio interior. Anna dormía en el dormitorio de las visitas.

Sería bonito, si los propietarios fueran una pareja sin hijos.

En el cuarto de Anna, una foto de su madre en la mesita. Con rayas blancas por el uso formando una cruz, testimonio de la cantidad de veces que había ido, doblada, en la cartera.

Pero Anna solo sentía indiferencia.

Teníamos que ir deprisa, solo nuestros propios hogares vacíos amparaban nuestro amor.

Y por qué andarse por las ramas, volvimos a follar como locos, yo embelesado con el temblor de su espalda y ella aún con mi cinturón en la mano, que apoyaba en la pared. Ahora nosotros nos reíamos del mundo con nuestra indiferencia. Respiración entrecortada y besos tras la oreja. Susurros. Alzando el brazo tras su cabeza, me ofreció el cinturón mientras me rogaba que se lo atara al cuello, que quería dejar de respirar, como en la piscina. Lo hice mientras yo mismo contenía el aliento que antes sonaba como una locomotora que aceleraba y aceleraba. Manos que se estiran en la pared buscando parecer una estrella, pies que alzan sus dedos al cielo, locomotora que poco a poco disminuye el ritmo mientras los dos amantes se abrazan cerrando los ojos y vuelven a respirar.

hipoxia.

(De hipo- y el gr. ξς, ácido, con el significado de oxígeno).

1. f. Med. Déficit de oxígeno en un organismo.

Bajo la persiana, no pueden vernos los vecinos.

Mientras recuperaba el habla en la cama de matrimonio del dormitorio principal de casa, ella separó la cinta aislante que me envolvía el cuello e impedía el paso de la sangre. Supongo que mi padre estaría sin habla en ese momento también frente al tribunal. Seguramente mi madre lloraba. Y la de aquel chico atropellado también. Yo alargué la mano a la mesita de noche donde sabía que solía esconder la botella. Al pasársela a Anna vi sus cicatrices en el brazo, intentos fallidos de conseguir un final rápido al que no podía llegar por miedo. Bebió para quitarse el sabor de la boca y con el dorso de la mano se limpió los labios. En silencio, observaba las marcas de la cuchilla en sus muñecas, y abrazándola le dije que lo haríamos juntos.

suicidio.

(Voz formada a semejanza de homicidio, del lat. sui, de sí mismo, y caedĕre, matar).

1. m. Acción y efecto de suicidarse.

2. m. Acción o conducta que perjudica o puede perjudicar muy gravemente a quien la realiza.

Coloco las cuerdas, haciendo el nudo como me explicaron en Internet. Junto las sillas, y llamo a Anna, que viene del cuarto de baño de su padre, vestida tan solo con un maquillaje digno de la ocasión. Dios, está preciosa, y sonríe, dando la impresión de que es la primera vez que lo hace en su vida. Me avergüenzo de estar vestido y rápidamente me deshago de la bata.

Y así, puros y ardientes, subimos a los taburetes mirándonos frente a frente. Le pregunto si está preparada, y la más radiante de las expresiones que haya visto me da toda la respuesta que necesito. La soga abraza su cuello mientras sus habilidosas manos hacen que otra abrace el mío. La emoción me impide contenerme, y mientras ella aún se afana por ajustar bien el nudo levanto uno de sus muslos obligándola a sostenerse sobre una sola pierna, y me introduzco dentro de su cuerpo que palpita, con la otra mano agarrando su cadera. Al terminar de apretar la cuerda rápidamente coloca sus manos sobre mi cuello y sonríe mientras nos enredamos en un vaivén que hace que las sillas se muevan, golpeando el suelo regularmente. Le digo que la quiero y ella me corresponde. La respiración se hace más fuerte y rápida. Se acerca el final del camino a una velocidad alarmante. Ella me mira con ojos de fuego mientras la veo acercarse y alejarse, moviéndose deprisa, su carne rozándome y alejándose, como un millón de besos de despedida de dos personas que saben que no se van a volver a ver. Cuando nos encontramos en el tramo final, sin distinguirse ya voz sino gruñidos propios del estado salvaje al que nos retrotraemos y con su larga cabellera negra acariciándome la cara, empujamos de una patada las sillas, en una acción intuitiva que nos catapulta abajo, en una caída destinada no a rompernos el cuello como en la horca, sino a permitirnos morir de lenta asfixia.

Aún colgando, la pasión nos impulsa a seguir moviéndonos más y más deprisa en un abrazo que parece irrompible. Y así, con un gemido común que no puede salir de nuestras gargantas, pero que si pudiera hacerlo espantaría a todos los pájaros de una montaña, llegamos al final y flotamos, inertes, ingrávidos,

como en la piscina.