"Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
se secan y mueren en
la perdida Carcosa."

jueves, 4 de febrero de 2010

Creo que era de noche.

Creo que era de noche y llovía cuando Juanjo me llamó. Pero no puedo asegurarlo. Solo creo eso porque cuando salimos a la calle era de noche y llovía, aunque podrían haber pasado horas entre mi charla con Juanjo y nuestra salida y no nos habríamos enterado. No es que fuera un tipo especialmente interesante, es que yo iba muy borracho.

-Shh, shh.

Con susurros me llamaba desde el otro lado de la puerta cuando salí del cuarto de baño. Lo había visto un rato antes, bailando con su barbilla mientras buscaba con ojos desesperados una tarjeta de crédito, un carnet de identidad, lo que fuera. Después le perdí el rastro, yo a lo mío y el a lo suyo.

-Shh, shh. Manu hostia. Ven aquí.

Sentado en la cama del dormitorio, solo lo veía a través de la rendija de la puerta. No se levantó, sino que esperaba a que entrara, cosa que hice. Lo miraba de pie, lo que le obligó a levantar la cabeza para hablarme con una expresión nerviosa que había visto antes. A nuestro alrededor, la fiesta seguía.

-Tío. Tío. Eres… ¡Eres el alma de la fiesta! ¡Sí, tío! ¡Eso es lo que eres! ¡El alma de la fiesta, tío! – comenzó a relatar inconexamente.


Reí.

-… ¡Sí, tío! ¡El puto amo! Pero… Te falta una cosa, coño. Sí, te falta una cosa que vamos a hacer ahora. Vamos a hacer una cosa.

-A ver… ¿Qué quieres?

Se levantó y me agarró de los hombros, mirándome con más seriedad que cien ancianos ermitaños.

-Queda una cosa por hacer, Manu. Solo una, ¡y serás el rey de la fiesta! Vamos a hacer una cosa: Aquí… hay gallinas ¿no?

-Sí. La hostia de gallinas, en un corral. – respondí tambaleándome.

Estábamos de fiesta de nochevieja en una casa con un terreno anexo, aislados por unos kilómetros de la ciudad.

-Tío, tío. Mira, mira… cogemos una de las gallinas, la, la, la reventamos. ¡No! La cogemos, y le cortam- ¡le arrancamos la cabeza! ¡Sí, coño, le arrancamos la cabeza y luego, y luego… luego con el cuello te pintamos la cara, tío! ¡Te pintamos la cara como un indio! ¡Te ponemos pinturas de guerra!

Por supuesto, me opuse. Me opuse con todas mis fuerzas. Me levanté y golpee las paredes de la estrecha corteza cerebral de mi cuerpo.

-¡Manu, no seas gilipollas y no lo hagas! ¡Manu!

Pero Manu no escuchó. En realidad, me resultaba divertido.

Pasamos por el salón, extrañamente lleno de gente. El ambiente estaba cargado, por lo que salir al exterior tras serpentear entre ellos fue reconfortante. La densa lluvia bajo la que sonreíamos lo fue aún más. Al contrario que mirar mi billetera (y el charco en su interior en el que nadaban los billetes) a la mañana siguiente.

Corríamos entre los truenos, Juanjo delante gesticulando como el loco que era. Hubo un tiempo, cuando era joven, en el que creía ser espiado. Se metían en su mente, decía. Cámaras en el espejo de su cuarto de baño, decía.

Cuando vio “El show de Truman”, tuvimos que sujetarlo a su cama con cuerdas durante tres días.

Saltando entre el barro, con el torrencial que se cernía sobre nuestro universo azul oscuro únicamente iluminado por la lejana luz de la casa, llegamos hasta la verja del corral, que chirrió mientras la abríamos. Quietos durante un segundo, observando. Dentro del gallinero nos esperaban nuestros mortales y emplumados enemigos, ajenos a la cruenta batalla que iban a provocar los dos sombríos guerreros que observaban con la lluvia dibujando su silueta en la noche.

Sin necesidad de una palabra saltamos sobre las gallinas. Ataque fallido. Tras la huida y dispersión del enemigo, nos encontramos fuera, en el corral embarrado al que azotaba la lluvia, con decenas de amenazantes sombras moviéndose y cacareando a nuestro alrededor. Juanjo corrió confuso detrás de algunas de ellas, y lo oí resbalar y caer en el barro.

Surgió desde las sombras, cubierto su costado izquierdo de barro. Inmóvil, miraba hacia derecha e izquierda asustado.

-¡Joder, tío! ¡Retirada! ¡Retirada, coño, nos tienen rodeados!

Corrimos en dirección a la lejana luz de la fiesta. Por el camino, perdí de vista a Juanjo, aunque lo oí caer de nuevo. Mientras avanzaba unos metros huyendo a tal velocidad que realmente empecé a creerme que debería estar asustado, oí:

-¡Ven! ¡Aquí! ¡Hombre herido, hombre herido! ¡Aaaaaah!

Volví, siguiendo a ciegas su voz. Hasta que lo encontré, dentro de un gran agujero (de al menos un metro y medio de profundidad) que no tenía sentido que estuviera allí, riéndose a carcajada limpia. Me tumbé y le ayudé a salir.

-Nos han derrotado, pero no han ganado la guerra ¡Esto ha sido una puta emboscada!

Se giró en dirección al gallinero, erguido y orgulloso, agitando su puño.

-¡Hijas de puta!... ¡Volveré! –gritó

Volvimos al salón, donde miraron sorprendidos a los dos aparecidos que acababan de entrar embutidos en sendos trajes de tierra mojada tras un baño de vitalidad. Juanjo tenía el mono. Me miró fijamente, y a dos centímetros de mi cara preguntó:

-50 euros no tendrás ahí, ¿verdad?

Miré mi cartera y el papel mojado que nadaba en su interior.

-No.

-Pero… a ver… ¿Y tu padre, tiene 50 euros?

-¡Mi padre estará durmiendo, coño! Además, hace meses que no nos vemos.

-¿Pero tendrá 15 euros?

-Joder, supongo.

-Mira, tío, vamos a hacer esto…vamos a llamar a tu padre… ¡No, vamos a ir a su casa! Vamos a ir a su casa y le pedimos 50 euros, o 20, o lo que sea. No te vas a arrepentir, tío, no te vas a arrepentir.

Me reí, y me dí la vuelta. A veces es mejor ignorar. Cuando volví a mirar, estaba hablando con Pablo.

-Tío, Pablo, ¿Tú tienes 50 euros?

Caminé en dirección a la cocina buscando algo de whisky. Se me estaba pasando la borrachera.

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